Miguel Ángel FernándezMiguel Ángel Fernández

Arte, crítica y contexto histórico

 

44° Congreso AICA, Asunción, Paraguay, 18.10.11

 

 

 

 

Nací en un tiempo de angustias, desastres y esperanzas, y en un espacio devastado por una guerra de exterminio en el siglo XIX y por otra en que poderosas transnacionales arrojaron a dos pueblos al infierno de hambre y sed de un desierto que ocultaba un mar de petróleo, según estimaban los amos del mundo de la época. Y sobrevivo en otro siglo en que los señores de la economía y la guerra, pueden ordenar, como hace el presidente Obama, el asesinato de cualquiera que se oponga al omnímodo poder imperial y lanzar guerras genocidas conforme a su arbitrio. Un tiempo en que los tesoros de las culturas más antiguas son saqueados por los traficantes de arte de eso que llaman el primer mundo. Un tiempo en que se agotan los recursos naturales del planeta, arrasado por la codicia de monstruosas empresas trasnacionales y sus agentes políticos.

Pero nuestra época es también la de Agustín Barrios y Augusto Roa Bastos en el Paraguay, y de Picasso, Malévich, Duchamp, Joyce, Kafka, César Vallejo, Schönberg y Webern en el mundo occidental: un tiempo de creadores radicales y visionarios.

Menos visibles, algunos críticos de arte como Herbert Read y Giulio Carlo Argan han acompañado el devenir del arte moderno en su condición problemática y su dimensión social. Hoy apenas se los menciona. Pero la crítica del arte no pasa solamente por una práctica inmediatista sino también por un contexto teórico más amplio, un terreno en el que se debaten ideas contradictorias y a menudo fugaces. Pero en este ámbito han dejado ya su marca los grandes semiólogos de nuestro tiempo y el pensamiento crítico de Pierre Bourdieu y Edward Said, así como las líneas teóricas menos volubles del pensamiento artístico actual.

Hablar del arte y del pensamiento artístico desde una burbuja aséptica hoy, sobre todo, no tiene sentido. Prefiero hacerlo desde la condición problemática ―desde la crisis permanente― de una esfera de creación y crítica que ha conocido el desaliento pero no se resigna a la banalidad y la cobardía intelectual del todo vale.

Pues no, en este campo restringido y un tanto extrañado del mundo que en estos días acoge a los críticos más destacados del planeta, se han dado sin embargo expresiones significativas a partir de un entrecruzamiento de líneas estéticas y formas de vida y pensamiento diferentes.

Comenzaré recordando a un artista paraguayo acerca de quien no muchos escuchan hablar hoy. Me refiero al pintor, grabador, escultor y ceramista Julián de la Herrería, cuyo verdadero nombre era Andrés Campos Cervera. Se marchó del Paraguay en 1912 para buscar en Europa una mejor formación y se quedó en París durante toda la guerra europea del 14-18, después de pasar por Madrid y Roma. Cuando volvió a Paraguay, en 1920, hizo una exposición de pinturas que sólo tuvo un eco débil en la sociedad y en los diarios de Asunción. Crítica no hubo ninguna y hoy nos llama la atención que ni siquiera se diera en la prensa alusiones a las novedades del lenguaje pictórico, en un medio en que el gusto se hallaba aún asociado a un naturalismo de cuño académico. Poco después, Julián pasó a dedicarse casi exclusivamente a una técnica artística considerada menor, la cerámica, con la cual intentaba ganar una dimensión de sentido americano mediante la recuperación de motivos del arte prehispánico. Ya al final de su vida ―murió relativamente joven aún, a los 52 años­― volverá sus ojos a otra zona casi inexplorada, la de los temas y formas del arte popular, logrando obras de una gracia y un vuelo poético excepcionales. En su patria, el arte de Julián de la Herrería no halló eco en la crítica, simplemente inexistente todavía.

Sería su esposa y discípula Josefina Plá quien reivindicaría tras su muerte la importancia de su aporte artístico. Ella también vendría a ser, a fines de la década del 30, la primera en sustentar los valores de la modernidad artística y literaria. Con su propia obra poética, narrativa y dramática, se convertiría en maestra de los jóvenes escritores, entre ellos Augusto Roa Bastos, a principios de la década del 40. Y unos años después, encabezará el grupo Arte Nuevo, que consolida los atisbos de artistas precedentes en el camino hacia las formas del vanguardismo artístico. No se ha hecho hasta hoy una evaluación abarcadora de su vasto trabajo intelectual, en particular en el campo de la crítica, la historiografía y el ensayo artísticos. A principios de la década del 60, ella funda, junto con Ramiro Domínguez y quien les habla, la sección paraguaya de la AICA. Su labor crítica, y en general la vida cultural del Paraguay, se dio en condiciones particularmente difíciles. Una sangrienta guerra civil había aventado en 1947 a las voces más calificadas del país, que desde 1940 sufría los avatares de varios regímenes fascistoides, que alcanzaría su peor y más larga fase con la dictadura de Stroessner. En aquellos tiempos oscuros ―¡treinta y cinco años!― tuvo lugar la producción literaria y artística más desconocida de nuestra América. En el exterior del país, los transterrados Gabriel Casaccia, Hérib Campos Cervera, Augusto Roa Bastos y otros elaboraban una obra de notable valor. En el exilio interior, Josefina Plá y un grupo de artistas sustentaban, frente a la brutalidad autoritaria, los valores de la libertad y el pensamiento crítico. Algunos conocieron la cárcel y otros diversas formas de represión, como la exclusión de las aulas universitarias o el confinamiento en los márgenes de la vida social y cultural.

A pesar de ello, se fue urdiendo poco a poco un tejido crítico como contraparte de una creación artística cada vez más pujante y partícipe de las luchas de contestación a los poderes. La larga noche de la dictadura paraguaya se extendería a otros países. Argentina, Chile, Uruguay, Bolivia, Perú, Venezuela, República Dominicana, sufrirían también los horrores de regímenes sangrientos, que llegarían a extremos no menores que los del nazi-fascismo de la primera mitad del siglo XX.

En estas circunstancias, la producción intelectual de Paraguay y de otras naciones del continente se asumió en su condición histórica problemática conjugando los signos de su expresión artística y social con la intensidad y altura de las grandes creaciones de nuestra época. ¿Necesito recordar que un gran compositor paraguayo, Agustín Barrios, es reconocido, décadas después de su muerte, como el mayor compositor de guitarra del siglo XX? ¿O que la novela Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, es considerada por muchos críticos y teóricos de la literatura como la culminación del proceso de la modernidad narrativa? ¿No habrá que desocultar, ante la crítica, en el campo de las artes plásticas, otros hechos igualmente relevantes?

La crítica del arte y de la literatura, en nuestra América, no han estado ausentes a la hora de las grandes formulaciones teóricas. Recordemos los aportes de Ángel Rama y Marta Traba en Hispanoamérica, o Antonio Cándido y Mario Pedrosa, en Brasil, que anticiparon aspectos de la sociocrítica y el pensamiento poscolonial, o la casi monstruosa construcción híbrida de narratividad y universo semiótico en Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, discípulo de Josefina Plá.

Esta crítica ha ido, en sus mejores expresiones, mucho más allá del divertimento erudito o estético para afirmar, desde su misma raíz problemática y agónica, frente a los señores de la guerra y la muerte de nuestra época, la dignidad del pensamiento crítico, en una apuesta por la supervivencia de la cultura de los hombres humanos (como decía el poeta César Vallejo).

Así, conjugando voluntad de expresión y conciencia crítica, se han podido dar expresiones radicales tanto en el orden de la creación artística como en el del pensamiento crítico, en un juego de espejos que, sin negar la herencia de Occidente, revela las particularidades de una condición oprimida pero insurrecta, en una dimensión estética y cultural de profundas raíces.

 

© Miguel Ángel Fernández

 

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