Documenta 13 (Kassel): ELOGIO DE LA CONFUSIÓN
ADRIANA ALMADA

Kassel, Museo de los Hermanos Grimm, 16 de julio de 2012. Ante una veintena de críticos llegados de diferentes países, Bertram Hilgen expone a grandes trazos la historia de Documenta. Pone énfasis en la paradoja de que “el evento de arte contemporáneo más importante del mundo” no se realice en cualquiera de los grandes centros del circuito artístico sino en una pequeña ciudad alemana. Una ciudad que, desde hace más de medio siglo, destina a esta aventura sus más extraordinarios recursos. Y señala con entusiasmo el compromiso político del Estado con lo que comenzó siendo “un sueño de locos”. Más allá del “trade-mark” que hoy es Documenta, confieso que sus palabras me conmueven.

Severamente bombardeada por británicos y americanos durante la segunda guerra mundial, Kassel había sido un importante centro político y económico que proveía locomotoras, autos y armas desde los tiempos de Bismarck hasta los de Hitler (a cuyo ejército entregaba torretas para los carros blindados). Documenta nació del trauma de posguerra, en 1955, cuando Alemania todavía sentía los efectos de la ruina política, social y económica. Su fundador, Arnold Bode, comenzó exponiendo en Kassel las obras que el nazismo había proscripto bajo la acusación de “arte degenerado”, al tiempo que convocaba a artistas del mundo entero a ensayar nuevas experiencias. Un origen muy distinto, por cierto, al de la Bienal de Venecia, cuyos antecedentes son las ferias universales que celebraban el progreso y la expansión colonial de Occidente.

Con una periodicidad de cinco años y marcada desde el principio por cuestiones problemáticas, Documenta se caracterizó por su fuerte apuesta conceptual. Tuvo curadores memorables como Harald Szeemann, Okwui Enwezor o Catherine David. La presente edición, concebida por Carolyn Christov-Bakargiev, sin título, sin tema y con cierto acento en lo sensorial, aborda un complejo de situaciones que van desde los límites del arte hasta los alcances de la ciencia o la función poética de la praxis social y política. Su visión de conjunto podría resumirse en un cierto sentimiento de “homelessness”; es decir, de intemperie, al que curiosamente acompaña una buena dosis de optimismo y confianza en el género humano. Un optimismo no amnésico, pues la necesidad o el deseo de archivo (memoria) transversaliza todo el evento. Vale apuntar que Documenta es un proceso vivo, orgánico, que no se reduce a una serie de grandes exposiciones diseminadas por Kassel y otras ciudades, sino que articula diversas actividades entre las cuales el ejercicio editorial ha sido una de las más relevantes. ¿Qué decir, entonces, en pocas líneas, de una constelación inabarcable de obras, discursos, gestos, acciones comunitarias, pensamiento, esoterismo, investigación científica, desarrollados a lo largo de un tiempo prolongado? Al llegar a la Hauptbahnhof (estación principal del ferrocarril) supe que solo podría captar, con suerte, el 7% (por citar un número caro al psicoanálisis). Mejor reducir esta crónica, entonces, a unas pocas obras capaces de dar cuenta del ADN de Documenta 13.

En esa estación está la obra de William Kendtridge, el artista sudafricano que hace del tiempo, y su rechazo, el insumo principal de su trabajo. Su video-instalación ocupa un gran espacio: una decena de proyecciones sobre los muros desgastados de un viejo hangar interpelan al visitante en tanto el sonido de músicas, situaciones y máquinas-esculturas lo envuelven. Imágenes “de archivo” apelan a la memoria del colonialismo y a las múltiples vías que las sociedades subalternas encuentran para, simplemente, vivir.

En el Fridericianum, uno de los primeros museos de Europa, exponen más de 180 artistas de 55 países. Aquí está “el núcleo central de Documenta”. Tras circular por la inquietante instalación de Ida Applebroog llego a la sala de Michael Racowitz, cuya obra “What dust will rise?” trasciende cualquier consideración estética sobre la puesta en obra para generar una obligada reflexión sobre la condición humana. El artista confronta los vestigios de los famosos “Budas de Bamiyán” -dos magníficas obras de arte sacro oriental destruidas hace pocos años por el fanatismo religioso- con los restos de la biblioteca del Fridericianum, quemada durante el bombardeo aliado a Kassel en 1941. Antiguos manuscritos casi carbonizados son expuestos en vitrinas propias de los museos de ciencias naturales, sobre cuyos cristales Racowitz dibuja y escribe. Leo, por ejemplo, la notable frase del Imán Omar en el momento en que las fuerzas Talibán hacían volar en pedazos las inmensas esculturas: “Sólo estamos destruyendo piedras”. A los pequeños trozos de los Budas debidamente clasificados y a las piezas medievales rescatadas sin mucho éxito del fuego se suma un tercer elemento arqueológico: un minúsculo meteoro caído a la tierra en 1954.

Otra obra relevante es la del joven francés Kader Attia, “The Repair of the Occident to Extra-Occidental Cultures”, una asombrosa colección de artefactos africanos y diversos materiales (fotografías, libros, revistas). Colonialismo. Violencia. De nuevo, las estrategias de supervivencia de los dominados y la superación del dolor: casquetes de balas y partes de armas diversas transformados en utensilios de uso familiar y cotidiano. Junto a ellos, un sobrecogedor slide-show que contrapone las heridas faciales de los soldados europeos de la Primera Guerra Mundial a las célebres máscaras africanas que tanto influirían en el desarrollo del arte occidental del siglo XX. ¿El pasado se vuelve futuro?

En la Rotonda de Fridericianum está, según Christov-Bakargiev, el “cerebro” de Documenta 13. Una selección de piezas de diferente procedencia cultural y temporal, a modo de constelación de sentido. Entre lo mucho que hay aquí: las imágenes del apartamento de Hitler tomadas por Lee Miller (cuya condición de fotógrafa fue muchas veces eclipsada por la de amante de Man Ray), estatuillas orientales (minúsculas Venus) de más de 2000 años de antigüedad, obras de Giorgio Morandi… y dos pequeñas cerámicas, una de Juana Marta Rodas y otra de Julia Isídrez. La fila para ingresar a este espacio central, rodeado de vidrio, es siempre interminable.

En el Kunstahalle la reconocida artista hindú Nalini Malani expone “In search of Vanished Blood” una video-instalación en varios canales con pinturas sobre cilindros de acrílico que, al girar, generan un inesperado juego de sombras a partir de imágenes (pintadas) del tradicional panteón hindú. Cuestiones de género y alusiones al fundamentalismo. Impresionante y oportuna es la obra de Moon Kyungwon & Jeon Joonho titulada “El fin del mundo”, una instalación en dos pantallas y material documental-ficcional. Un tema tratado hartas veces por el cine y la literatura que aquí suma un componente estético de belleza perturbadora.

Me impresiona el extraordinario dispositivo editorial de la presente edición de Documenta. A la par de los proyectos artísticos, coloquios, investigaciones, una serie de 100 publicaciones llamadas “Notebooks” reúne textos de pensadores contemporáneos en torno a los más variados asuntos, desde Apadurai hasta Jodorosky, pasando por Cornelius Castoriadis, Susan Burk-Moss, Judith Butler, Melanie Klein, entre muchos otros, así como textos de numerosos artistas.

“Lo que veremos en Kassel será arte, o quizás no», dijo Carolyn Christov-Bakargiev hace algunos meses. Lo cierto es que, siendo arte o no, Documenta 13 es una plataforma que releva preocupación y esperanza: una especie de conversación con el pasado y una anticipación de futuro. La curadora ha afirmado sin ambages: «La confusión es algo verdaderamente maravilloso y asumo el riesgo de desconcertar a muchos”. Sin concepto definido, esta edición aparece como “el campo de experimentación de un murmullo anónimo y colectivo”. Algo que, ciertamente, vale la pena conocer.

 

* Crítica de arte. Presidente de AICA Paraguay.

 

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