Mirada y crisis. Más allá del arte
TICIO ESCOBAR

Arte y crisis I (La melancolía crítica)

El arte instala un punto de crisis dentro de la cultura, entendida ésta como sistema simbólico en general, como ordenamiento que asegura la inserción social del individuo mediante el lenguaje y las normas. Enfocada así, la cultura facilita el sentido colectivo: permite que las significaciones permanezcan estables y asegura un marco de seguridad y equilibrio, una guía de instrucciones para convivir y entender (tratar de entender) el mundo.

El arte se ubica en los límites de lo cultural: opera con el sentido y con las formas; involucra lo simbólico, pero lo hace desde posiciones extremas que perturban la visión del conjunto y mediante gestos que, al crispar el tejido social, producen interferencias en sus códigos. Es que el arte pertenece al orden del lenguaje, pero, instalado en su interior, conspira contra su régimen lógico y su discurrir ordinario: trastorna las significaciones establecidas y pone en duda la claridad de las formas; no puede escapar de la representación simbólica, pero la discute (“mortifica el lenguaje” dice Benjamin). Esa puesta en cuestión de su propio sistema, esa autocrítica permanente, es lo que, al menos desde Kant, se conoce como negatividad del arte: al descubrirse a sí mismo como mecanismo de sombras y apariencias, el arte atenta contra la plenitud de sus contenidos, contradice la fijeza de su verdad y se presenta como carencia. Como amenaza de inestabilidad.

Por un lado, la sacudida que experimenta el orden fijo de lo simbólico, produce desazones y molestias. Por otro, enriquece las significaciones sociales, impide su coagulación e impulsa el flujo de los signos. Los relámpagos que desfiguran el contorno del paisaje real, así como los puntos que fruncen la textura cultural, permiten que las cosas aparezcan, por un instante, liberadas del orden de la cotidianeidad y muestren, brevemente, otros costados suyos. Las sombras de la poesía intensifican la experiencia de una realidad que, sólo etiquetada por signos dóciles, perdería densidad, oscuridades y pliegues: devendría pura llanura, lenguaje disciplinado.

Esta puesta en vacilación del orden simbólico tiene un nombre definido: se llama crisis. La crisis interrumpe, y aun quiebra, la seguridad de un paradigma cultural; trastorna lo establecido, deja en suspenso los argumentos que sostienen una situación determinada y, por lo tanto, exige reajustes para enfrentar los nuevos condicionamientos. Las situaciones de crisis demandan adaptaciones, nuevos puntos de vista, cambios, cortes. Tales demandas generan estados de zozobra y turbulencia, pero abren otras perspectivas y oportunidades: inauguran terrenos, inician otros tiempos.

El arte, entonces, es fundamentalmente un dispositivo de crisis. Confunde las señales de la cultura -el sentido único- pero, en compensación, habilita otras direcciones posibles. Desde esta ambivalencia suya, lo artístico puede ser entendido como un caso de phármakon. Desde Platón se llama así el extraño elemento que puede actuar ora como medicina, ora como veneno. La paradoja del arte permite instalar en el lenguaje un momento tóxico (de locura y deseo, de oscuridad): una inflexión negativa capaz de rescatar la cultura de su puro racionalismo y abrirla a la perplejidad de la diferencia, a la incertidumbre del acontecimiento.

Sobre este trasfondo de crisis original, la cultura y, particularmente, el arte contemporáneos acarrean sus propias crisis. El malestar de la cultura actual radica en el colapso de sus fundamentos trascendentales, los encuadres de sus certezas; desarreglo que provoca una situación angustiosa e instala un clima melancólico. Para evitar la melancolía, se vuelve preciso levantar otras plataformas de creencia, pensamiento y sensibilidad. Esta exigencia marca el momento positivo de la crisis, entendida ahora como disturbio que obliga a repensar y reimaginar el mundo: a buscar nuevos sustentos para la construcción de sentido: fundamentos no-fundamentales, en sentido heideggeriano. Ante el derrumbe de los principios esenciales, se deben buscar apoyos fluctuantes, construidos históricamente: fundamentos contingentes, sujetos al azar de situaciones específicas.

En esta tarea, los mecanismos del arte contemporáneo tienen una oportuna intervención en cuanto involucran justamente un momento de contingencia y especificidad. Negado el carácter normativo y absoluto del aura, cada obra debe ganarse una “artisticidad” que ya no tiene garantía de origen ni sello de calidad: por eso, cada obra supone una puesta en “sitio específico”: vale para ese momento, ese espacio, esa circunstancia. Escribe Marchart que “…la experiencia de la crisis, la de la ausencia del fundamento,”…se vincula necesariamente con la figura de la contingencia; es decir, “está siempre histórica y contextualmente localizada y es localizable”[1]. Por eso no cabe suponer una obra anterior a su propia instalación: ya no existe a priori alguno que la avale.

Pero el arte contemporáneo, según queda dicho, tiene su propia crisis, sobrepuesta a la de la cultura contemporánea y añadida a su propio carácter crítico. La crisis del arte es la de la representación. En su intento de sobrepasar los límites del lenguaje, nombrar lo irrepresentable (lo Real, en sentido lacaniano), el arte debe enfrentarse a la falta de signo, a la ausencia más radical; tiene medios para hacerlo: la imaginación puede sostenerse en el vacío y darle, transitoriamente, un cuerpo o una apariencia de cuerpo. Las imágenes llegan donde las formas no: inventan una máscara para la carencia de rostro, un sostén para que la nada comparezca ante la mirada. A través de la invención y la ficción, lo imaginario puede iluminar aspectos de lo irrepresentable, “como un fogonazo”, según palabras de Benjamin[2]. Por eso el arte puede imaginar fundamentos sin fondo; fundamentos que no sean fundamentalistas, sustanciales.

Esta posibilidad del arte permite enfrentar la melancolía de la crisis: lo imaginario puede hacer aparecer, fugaz, borrosamente, aquello que está fuera de la escena de la representación y que no puede comparecer, entero, ante el llamado del lenguaje.

 

Arte y crisis II (La crisis de la representación)

Por lo expuesto recién, todo proyecto de arte contemporáneo aspira a crear imágenes que, aunque fuere por un instante, recubran la oscuridad de lo irrepresentable (suturen el corte negativo de la crisis, la fisura del fundamento). Una de las definiciones posibles del término crisis podría partir de la figura de Shakespeare en Hamlet: el desquicio del tiempo (Time is out of joint). Dislocada, desencajada, la coyuntura abre una brecha inquietante que estropea cualquier intento de conciliación del sujeto con su momento y aleja toda garantía de saber absoluto, de fundamento sustancial. Esa desarticulación del tiempo lineal sobresalta el curso de la historia, pero también lo entreabre a otras lecturas e, incluso, a otras historias. Es, de nuevo, un factor de riesgo, pero también de apuesta de renovación de lenguajes.

Ahora bien, el arte puede ser -y de hecho lo es, según queda sostenido más arriba- definido en los mismos términos con que acabamos de describir la crisis: como desajuste del tiempo, como anacronismo de un hacer que desafía la fijeza de su propio encuadre histórico y exige reparaciones de sentido. Y que puede, mediante ese gesto negativo, crítico, adelantar otras visiones del mundo que, más allá de la representación, del lenguaje, de la crisis, puedan decir el nombre cifrado de las tempestades de la historia, puedan franquear los “presentes recios”, como llamaba Santa Teresa de Ávila a los momentos duros con que cada época carga a quienes la viven.

Brecht sostiene que la dislocación del mundo es el motivo del arte. Didi-Huberman comenta así esa sentencia: “No era fortuito que también Brecht convocara una larga duración cultural -desde Homero o Esquilo hasta Voltaire o Goethe- para apuntar una sobrecogedora fórmula del desastre según la cual la guerra, y en general, … die Welt aus den Fugen (‘el mundo fuera de sus casillas’), constituiría, en el fondo, el verdadero tema del arte”[3].

Nótese que la figura “el mundo fuera de sus casillas” coincide con la que empleara Shakespeare para nombrar el desajuste del tiempo. Desajuste doloroso, expresado fundamentalmente por la “tragedia de la cultura” o “la catástrofe del mundo” que siguiera a la Primera Guerra Mundial y que resuena en la “crisis del espíritu” evocada por Valéry [4].

Pero los desastres de la guerra constituyen -aunque la más feroz- sólo una de las manifestaciones de la crisis y, por eso, solamente uno de los temas del arte, nutrido tanto de catástrofes apocalípticas como de íntimas tribulaciones. Aun un leve desajuste es capaz de convocar una forma, que no dependerá en su empuje de la importancia del trastorno que la reclame, sino de la intensidad de la respuesta que aquél provoque. Es que el más breve desguace del tiempo abre una brecha, instala una falta: el principio -ausente- que echa a andar los mecanismos del arte.

Ese vacío que descubre la brecha, que revela la falta, corresponde, en los parajes ambiguos del arte, a la nada de fundamento, que trastorna y alimenta el juego perverso de la representación. Sucede que para el arte la representación también es phármakon: es destino de frustración y señal de pérdida, pero también principio obstinado que busca ensanchar los dominios de la significación, más allá de las fronteras del significante. Por un lado, la representación trata sus términos en registro de oposiciones binarias insalvables (apariencia/sustancia; forma/contenido; etc.) y fracasa una y otra vez en su intento de alcanzar lo real, revelar una verdad trascendente y lograr una coincidencia plena entre el sujeto y el objeto. Por otro lado, este expediente, aunque fallido, resulta inevitable para la operación artística, que no tiene otra manera de referirse al mundo más que a través de imágenes: de apariencias que muestran/ocultan el objeto, que lo mantienen alejado, aunque fuere por una mínima distancia. Y que, mediante estos movimientos de verdades a medias -de veladuras y reflejos, de ilusiones y sombras- permiten vislumbrar más allá del círculo iluminado del lenguaje. Permiten hacer lugar al acontecimiento.

Este doble carácter suyo escinde el teatro de la representación en dos escenas simultáneas. En una de ellas, el personaje central es el contenido de la obra. La forma se repliega para presentar el objeto o su concepto. Aunque se trate de una obra abstracta o puramente conceptual, persiste en ella un residuo referencial inevitable o un impulso trascendental que indica un más allá de la forma. (Y se mantiene en su desarrollo una empecinada búsqueda de verdad, una insaciable sed de real). En la otra escena se privilegia la actuación de la forma misma, que es imagen, apariencia formalizada. Es que la presentación del objeto (primera escena) requiere no sólo una puesta en forma que lo haga aparecer, sino un ardid para seducir la mirada (un señuelo, dice Lacan). Es decir, requiere un juego estético: artificios que apelen a la sensibilidad y convoquen la belleza. (Para fascinar, el objeto debe quedar auratizado, magnetizado).

Aunque la modernidad haya favorecido la segunda escena -la del momento estético formal- y la contemporaneidad enfatice el encuentro imposible con la cosa real, ambas posiciones se mantienen en interacción y conflicto desde los primeros tiempos ilustrados. La crisis del arte -que es la de la representación, la del aura- se origina en torno a esa falta central que no puede ser saldada: resulta imposible prescindir tanto de la forma como de la cosa, tanto del concepto como de la imagen. “La mínima distancia” nombrada por Benjamin cubre el trecho, aun ínfimo, de un desencuentro que, por un lado provoca melancolía y, por otro, asegura el espacio que precisa la forma para sostenerse ante la mirada.

La crisis del arte contemporáneo podría ser precisada a partir de su ubicación fluctuante en las fronteras de la escena de la representación, entre el adentro y el afuera de los territorios del símbolo. Enfrentado a ese límite extremo, no puede permanecer definitivamente en ninguno de los dos lados; debe cruzarlos de ida y vuelta, en un zigzagueo constante. Ni puede optar por la presencia plena del objeto (elección que estaría marcada por un retorno a la metafísica), ni puede aceptar su puro alejamiento, desentenderse del problema de la verdad (alternativa ésta que delataría una reincidencia en la autonomía de la forma). Desde esa posición liminar, perdida toda posibilidad de un terreno propio y un asiento estable, el arte oscila entre el resguardo del símbolo y su oscuro compromiso con lo irrepresentable. Su mejor desafío consiste en asumir su condición fronteriza y su signo errante y, desde las posiciones versátiles que su propia suerte le impone, esquivar la crisis de la representación o sortear sus empujes manteniendo el margen de separación que precisa la mirada. Ese margen constituirá, así, una franja fluctuante pues cada nuevo emplazamiento que ocupe el arte alterará el ángulo de mirada y acortará o alargará su distancia. Ésta puede ser reducida pero no anulada, pues impide el encastre de las cosas con sus nombres y, consecuentemente, asegura el lugar del deseo: habilita un espacio (desplazado siempre) para el acontecimiento.

 

Mundo y crisis (tiempos de crisis)

Cuando hablamos de crisis, ciertamente nos estamos refiriendo a una situación cultural provocada por el colapso de valores, por el oscurecimiento de “marcadores de certeza” y el titubeo de orientaciones y señales. Pero esta situación no se encuentra desvinculada de un modelo más amplio de crisis que sacude las certidumbres de la economía y las finanzas, de la política, la ciencia y el medioambiente, de las instituciones e identidades sociales y, aun, del mismo Estado y la historia. Incluso, se habla de crisis del orden mundial: ¿Asistimos al crepúsculo de los dioses occidentales, a la decadencia del modelo neoliberal de mercado? ¿Zozobra nuestro propio paradigma civilizatorio?

Es posible que, de atenernos al carácter ambivalente del término crisis, el sobresalto general de nuestro tiempo, de signo negativo, esté incubando momentos afirmativos: salidas creativas, movimientos de reajuste y adaptación, decisiones de cambio, comportamientos y conceptos innovadores, capaces de enfrentar los nuevos desafíos epocales, de capitalizar sus posibilidades renovadoras y esquivar sus riesgos.

Pero existen, además, otros factores que impiden que la crisis mundial se comporte de manera homogénea: ella afecta de manera diferente zonas desiguales del mundo, que siguen existiendo a pesar de que la nueva cartografía del poder mundial impide un esquema basado en referencias puramente territoriales. La expansión a nivel planetario de la informática, los enclaves financieros y los mercados trasnacionales han alterado el mapamundi. En este nuevo paisaje resulta difícil mantener un pensamiento basado en dicotomías tajantes: Primer-Tercer Mundo; Norte-Sur; Centro-Periferia.

Sin embargo, es obvio que el mundo sigue dividido y que las desigualdades persisten bajo la forma de brutales asimetrías socioeconómicas y sociales, en gran parte, aún geográficamente condicionadas. Esta oposición acusa resultados imprevistos: paradójicamente, la última gran crisis económica, cuyas secuelas llegan hasta nuestros días, parece afectar más a las sociedades ricas que a las carenciadas, ya de por sí sujetas de manera crónica a situaciones de déficit. En el Primer Mundo, en los llamados países centrales, la figura de la crisis adquirió dimensiones apocalípticas, mientras que en muchos países periféricos constituyó apenas un condicionamiento más de situaciones complejas marcadas no sólo por la exclusión socioeconómica sino por tajantes diferencias culturales que llevan a enfrentar la crisis según soluciones distintas.

Como ejemplo: ciertas culturas guaraníes, especialmente páĩ tavyterã (llamadas kaiová en el Brasil) distinguen entre etapas socioambientales favorables o adversas, pero el concepto de crisis -como estadio de trastorno que exige reacomodos- lo reservan para lo que llaman el teko aku (modo caliente de ser, en el sentido de “situación quemante”). Esta etapa, bien acotada simbólicamente, marca una fase de amenazas confusas que precede a la gran ceremonia comunitaria. A ese tiempo incierto rondado por inminencias oscuras, el ritual antepone un gesto de cohesión social, de afirmación de los vínculos y de restablecimiento de las certezas colectivas. Tal como ya quedó expresado y volverá a ser tratado, esta acción performativa del ritual se vincula con los quehaceres del arte, capaces de imaginar alternativas más allá de la crisis.

 

Crisis y crítica

El arte analiza y pone en cuestión sus propios sistemas de representación, discutiendo constantemente la definición misma del arte y sospechando de sus circuitos institucionales (museos, mercado, bienales, teoría, etc.). De esta manera, el hacer del arte es fundamentalmente crítico: se vuelve sobre sí mismo dudando de su propia capacidad de representar, reflexionando acerca de sus mecanismos ficcionales, delatando su carácter de apariencia y reflejo. La crítica de arte, a su vez, significa una torsión analítica del juicio acerca de un objeto en sí crítico. La producción del arte se vincula con la crítica en cuanto problematiza la realidad, pero también en cuanto desconfía de sus propios expedientes y, por último, en cuanto se encuentra ella misma expuesta a juicio y revisión del pensamiento (crítico) que cae sobre ella.

Por eso, Nelly Richard dice que “el arte se ha pensado siempre bajo el doble signo de la crisis y de la crítica”. Ambos términos, etimológicamente vinculados, “integran las acepciones de corte y mutación (crisis) con las del acto de separar, decidir y juzgar (crítica)”[5]. No es casual que Brecht y Benjamin, dos nombres fundamentales del arte y el pensamiento críticos, hayan proyectado juntos un periódico estético y político llamado Krise und Kritik [6].

La crisis es, así, un componente del arte y éste depende de momentos de conflicto y tensión para producir. Justamente, el arte consiste en uno de los principales dispositivos con que cuenta la cultura contemporánea para examinar sus propios enunciados, renovar sus valores y sus códigos e impedir que se adormezca la percepción colectiva arrullada por un concepto seguro y fijo de lo social.

Por otra parte, según queda sostenido, el arte también se involucra con la figura de la crisis, en cuanto constituye en sí mismo un dispositivo de crisis: a través del juego de imágenes desestabiliza las certezas establecidas y moviliza el juego del sentido. Ahora bien, el arte crítico -el que delata la crisis de la representación, el que enuncia la crisis de lo establecido- atraviesa un momento complicado. Es que en la escena contemporánea conviven instituciones y sensibilidades diferentes que movilizan distintos grados y nociones de criticidad. Por un lado, se encuentran los modelos de las estéticas masivas, las industrias culturales y las tecnologías de la información y la telecomunicación, el diseño y la publicidad; por otro, las expresiones artísticas autónomas, sean de ascendencia ilustrada (“Bellas Artes”, arte contemporáneo), sean de origen popular tradicional (indígena y rural). La hegemonía de la cultura globalizada determina que no sólo los modelos directamente dependientes del mercado, sino aun los declarados independientes y, hasta, opuestos a él, sean interceptados por la lógica mercantil en cuanto generen rentas. Es por eso que incluso el arte crítico, definido como impugnador del sistema, deba circular a menudo a través de las instituciones del mercado y asumir los formatos y las reglas de juego de las industrias culturales.

La cuestión es hasta qué punto puede subsistir el nervio crítico de esas prácticas cuyas maniobras subversivas han sido en gran parte cooptadas, y por lo tanto neutralizadas, por el sistema del mercado. Así, la meta trasgresora del arte, que supone la distinción entre posiciones conservadoras y disidentes, queda borroneada en un paisaje nivelado por la globalización del consumo y la información y confundido por la alteración de las estrategias hegemónicas. Buscando seducir, escandalizar, excitar o asombrar (para renovar el aura de la mercancía), la industria de la imagen escamotea los recursos de las vanguardias intentando no ya intensificar experiencias, sino impactar en la percepción, despertar emociones rápidas, estimular la fantasía y volver más apetecible y misterioso el objeto en vistas a su mejor circulación.

Entonces, la obscenidad, la violencia extrema y la denuncia de la injusticia, tanto como la creatividad, la innovación formal y la innovación tecnológica, son empleadas como insumos de la publicidad o novedades de los medios de comunicación: recursos de la industria del entretenimiento. Incluso la diversidad intercultural y la diferencia periférica han ingresado, homogeneizadas, en las vitrinas y las pantallas del mercado mundial; “la marginalidad se ha vuelto un espacio productivo”, dice Stuart Hall[7].

Esta situación pone en crisis el arte crítico: acostumbrado al esteticismo del mercado, el público busca conciliación en la belleza, recreo en la insolencia, exotismo en la diferencia y en la tragedia, espectáculo. Por eso, el arte contestatario ya no pretende denunciar la injusticia, desafiar la censura o delatar las maniobras del discurso hegemónico, sino perturbar la sensibilidad domesticada por la razón mercantil, desconcertar el curso de las estéticas blandas mediante la oscuridad del deseo y la radicalidad de la falta. A través de avances oblicuos y silencios punzantes, el arte puede desorientar el curso del sentido único. Desde sus abordajes sesgados, sus suspensos de significación y sus silencios vibrantes, el arte puede hoy realizar gestos más subversivos que los encarados a través de la denuncia, la innovación tecnológica o el escándalo. Y puede, más allá de la crisis, anticipar diferentes perspectivas de futuro: presentar, aun imaginariamente, otras maneras de encarar la melancolía de la ausencia, la que surge ante los límites del lenguaje.

 

Bienal y crisis

Obviamente el título de esta Bienal, Más allá de la crisis, como todo nombre referido a la producción artística, propone un tema que habrá de ser encarado libremente por los artistas: un disparador que incite la producción poética y encamine la reflexión hacia una cuestión clave del arte contemporáneo: la posición de la obra ante una cultura definida en gran parte en términos de crisis.

Como temario de bienal, la palabra “crisis” es tomada en un sentido más instigador y sugerente, como momento crucial que, ante un cambio brusco de paradigma exige decisiones, posiciones e imágenes nuevas. Pero también, este nombre, deja abierta la posibilidad de considerar lo crítico en su acepción de negatividad conflictiva, factor de violencia y de asimetría que debe asumido por el arte, no desde el intento de solucionar el drama, sino desde la búsqueda de complejizar su comprensión e imaginar otros puntos de vista desde los cuales encararlo.

El vocablo “más allá” puede aludir a que, en sentido estricto, el punto más crítico ya pasó (siempre el punto álgido marca una situación ocurrida: por eso puede ser nombrado). Pero también puede referirse a la necesidad de considerar otros lugares desde donde asumir y enfrentar la crisis de modo creativo y diferente. O, incluso, podría marcar la exigencia de construir (de inventar) un espacio-tiempo fuera del ámbito de la crisis, aunque impulsado por él.

Émile Benveniste trabaja la palabra latina superstes refiriéndola a lo que está más allá de algo, como si hubiere “sobrevivido a una desgracia”. Esta supervivencia supone la acción de “haber atravesado un acontecimiento cualquiera y de subsistir más allá de dicho acontecimiento”; por lo tanto, implica una experiencia testifical y se abre a una dimensión profética: el testigo sobreviviente de la crisis se vuelve “adivino de una historia pasada”, según Didi-Huberman. Y refiere esta situación al caso de Aby Warburg, que ante la Gran Guerra, la explosión de la historia, permanecía “más allá de lo verdadero y lo falso” y se acercaba a “las imágenes pensadas como fantasmas operantes”. Es decir, como formas artísticas[8].

Es que, así como no puede renunciar a su oficio negativo, no puede el arte desistir de su vocación utópica. Por eso, al lado del corte simbólico, la imaginación constituye un dispositivo anticipatorio y, aun, propiciatorio; un medio de rodear el vacío o de revestirlo con apariencias fugaces, cargadas de verdades distintas (distantes). Eso es lo que puede el arte hacer ante la crisis: asumirla, sobrevivirla, atravesarla y dar testimonio de ella desde un más allá de la lógica de lo verdadero o lo falso, mediante montajes fantasmáticos que puedan desagraviar imaginariamente los desmontajes de la historia. O para anunciar otra historia, un tiempo sobreviviente capaz de adivinar un pasado nuevo.

 

Los artistas ante la crisis

No se espera, por lo expuesto, que los artistas que participan de esta bienal ofrezcan recetas para enfrentar la crisis ni traten de expresar sus adversidades, sino que propongan opciones de mirada: las posiciones que asuman ante la crisis suponen esfuerzos de creatividad capaces de abrir perspectivas y entreabrir horizontes más allá de la situación de la que parten.

La guerra es el punto álgido de la crisis pero su tratamiento -su búsqueda del más allá de la crisis- depende de posiciones diferentes. Adonis Flores, cubano que actuara como soldado en Angola, emplea el atuendo militar del camuflaje para nombrar la violencia enredada en la cotidianidad y latente en toda experiencia humana, incluidos el humor, el amor y la gloria. Emmanuel Fretes pinta escenas de la Guerra del Paraguay (1864-1870) mediadas (veladas) por fotografías y documentos: memoria de memorias que exige una meticulosidad obsesiva, crecida – esto es una fortaleza de su obra- más cerca de la franqueza autodidacta que del virtuosismo academicista[9]. La guerra se convierte en el testimonio de un hecho demasiado brutal como para ser verídico (demasiado realista como para ser fiel).

Jacqueline Lacasa se refiere a la misma guerra pero desde otro lado: también parte de una imagen previa de la contienda pero la encara desde la inversión de la cita utilizada: La paraguaya, pintada por Juan M. Blanes hacia 1880, se transforma ahora en una fotografía titulada La uruguaya, en un gesto que equipara el dolor de la derrota por encima de las fronteras y trincheras, más allá de las fechas de la historia. La mujer anónima que sufre la guerra lo hace fuera de cualquier encuadre nacional o ideológico: es el suyo un puro pesar sin data ni referencia, un gesto anacrónico que descentra toda inscripción y no deja tregua a la memoria.

El video presentado por Joaquín Sánchez presenta una acción realizada en la Bahía de la Rada donde, el 21 de mayo de 1879, fuera librado el combate naval de Iquique, en el contexto de la Guerra del Pacífico. Un buzo boliviano busca en el fondo de la bahía cruzar la línea de frontera y conflicto, mientras nueve inmigrantes de la misma nacionalidad forman la frase “No sé nadar” (referida a la mediterraneidad de Bolivia) con letras congeladas hecha de agua del mar. El gesto tiene un sentido ritual y desagraviante: como si a través de la imagen pudiera revertirse el sino adverso que crispa los límites y enfrenta las naciones.

Patrick Hamilton roza el tema de la guerra, pero lo hace oblicua, brevemente, para impulsar una narrativa de tono mitológico que enlaza estereotipos de la crónica universal con anécdotas locales y ficciones personales. El horizonte de la Segunda Guerra Mundial, del nazismo, de la desolación europea de posguerra, se aleja, nublado por dibujos y fotografías de archivo que contradicen la legitimidad de sus propios registros, relegado por la presencia insólita de un submarino de combate bañado en oro.

Christian Bendayán trabaja la crisis del canon hegemónico de belleza, el colapso de las buenas maneras de la pintura ilustrada. No sólo son sórdidas las escenas que representa, sino innoble su tratamiento del óleo y chabacano su realismo. El artista mezcla registros de la cultura popular, mediática y erudita y lleva hasta el final la vulgaridad de la estética callejera latinoamericana, específicamente peruana en su caso, para recuperar el potencial poético de otros gustos y sensibilidades y reivindicar los valores de la pintura más allá del corsé de la normatividad académica.

La obra de Bendayán se vincula, por una parte, con el debate acerca del ideal de belleza en el arte contemporáneo; por otro, con la cuestión de modelos estéticos alternativos. Mónica Millán encara el primer problema. Si la belleza transparenta el equilibrio entre el objeto y su imagen, entonces, la desestabilización de sus términos produce su falla. El exceso de belleza desborda la contención de la forma y rompe el orden y la unidad exigidos por el canon clásico. Desaforada, la belleza (su demasía o su resto) reenvía a una zona de intemperie: el más allá de la representación. La propuesta de Mónica Millán –sus series de los jardines y los ríos- trabaja en ese descampado: sus jardines suntuosos, excesivos, terminan remitiendo a la pura línea del dibujo, la textura de encajes demasiado sutiles o el puro silencio que arrastra el río.

La segunda cuestión, la de las estéticas diferentes, moviliza las obras de Alejandro Paz, por un lado, y de Javier López y Erika Meza, por otro. Ambas trabajan la crisis de la estética hegemónica, tanto como de la pureza étnica. El primero emplea el video para representar una mujer indígena de su país (Guatemala) caminando esforzadamente sobre la faja de un aparato gimnástico, una máquina “corredora”. La obra tiene una ironía perversa; por un lado también discute el ideal de belleza occidental, la estética del fitness en este caso, erigido en paradigma universal; por otro, aludiendo dispositivos reservados a la burguesía media alta, pone de resalto la ferocidad de un sistema para el cual los indígenas urbanos no pueden más que peregrinar sin destino tratando de ahorrar calorías.

López y Meza también recurren a la ironía para nombrar conflictos interculturales (o encuentros transculturales). El video suyo presenta un indígena ofreciendo en guaraní[10] productos comerciales, siguiendo la retórica del discurso de Philip Kotler (figura modélica del marketing). La situación trastorna la lógica del mensaje y pone en evidencia la fricción de mundos distintos cuya diferencia la mercancía niega.

La obras de Camilo Restrepo y de Graciela Guerrero transitan ámbitos aledaños a los recién mencionados: los espacios de subculturas marginales que entrecruzan (y colisionan) sus figuras con las de las culturas oficiales. El primero colecta y fotografía pipas para fumar bazuco (mezcla de drogas duras) otorgando a las piezas tratamiento de obras de valor arqueológico o artístico: las documenta y clasifica según la normativa taxonómica y el estilo editorial de un catálogo de lujo dedicado a registrar obras de arte o a promocionar mercancías, destinos que parecen no diferir demasiado, según sugiere la obra. Es obvio, por otra parte, que ninguna imagen de pipa puede dejar de mencionar a Magritte, ni puede, por lo tanto, esquivar la inevitable paradoja de la representación.

El título de la instalación de Graciela Guerrero, Auge y decadencia de América Latina, acerca pistas acerca de su propuesta, pero lo hace también desde el ángulo tramposo de la ironía. En contra de lo que sostienen las teorías de la identidad latinoamericana, muchas de las figuras más compartidas en América Latina provienen de los imaginarios masmediáticos. El programa El Chavo del 8, creado y protagonizado por Roberto Gómez Bolaños, comediante y productor de televisión mexicano, ha generado un stock iconográfico y un cuerpo de códigos de humor y lenguaje. Este conjunto integra un patrimonio simbólico regional, marca y contraseña de nuevas formas de sensibilidad e identificación; al tratar este acervo desde un lugar diferente, la obra de Guerrero permite discutir estereotipos ideológicos, instalar un clima de advertencias cifradas y revelar puntos de conflicto omitidos por el discurso de la televisión.

Pero la crisis no sólo proviene de manifiestas zonas de conflicto. También actúa como inminencia, silenciosamente. La proximidad del más allá de lo ordinario deviene amenaza, en el sentido del Unheimliche freudiano: lo familiar empañado por las sombras de la diferencia, el riesgo desconocido que esconde el reverso de lo cotidiano. La inquietante extrañeza a que se refiere Freud también traduce, aunque más sutilmente, una situación de crisis. Quizá la memoria o el presagio de una crisis: una crisis sobrevenida o por venir, una crisis encubierta o ignorada.

El amago de lo inminente es parte fundamental de Theatrum Mundi, la serie de pinturas-escrituras de Marcelo Medina, que expone fragmentos de relatos cuyo desenlace fatal resulta bruscamente desviado. Sobre el trasfondo de cierta desconcertante frescura, el humor negro y el enfoque cínico se vinculan con la retórica de los cuentos infantiles, la economía visual de la televisión y la acidez de la literatura maldita. Estas conexiones forzadas producen cortocircuitos, apenas perceptibles: Medina levanta escenas breves, desarmadas en seguida por sus propios guiones escritos, puntúa de manera sucinta, aguda, el desarrollo de un libreto cuya clave remite al lado omitido.

Sebastián Preece interviene instituciones y lugares públicos operando de manera arqueológica, quirúrgica casi: la materialidad de la construcción, la resistencia del propio terreno, su topografía y su interior excavado interponen razones e imágenes que prorrogan la aparición del objeto y desvían el sentido de la búsqueda: los fragmentos recolectados y expuestos terminan siendo indicios de una presencia escamoteada.

Cristian Segura realiza una intervención en la central Plaza Tiradentes, basada en la colocación de cristales rajados sobre el piso de gruesos vidrios que velan el suelo original de Curitiba: un patrimonio arqueológico que, aunque no sea demasiado antiguo (data de mediados del siglo XIX), significa un referente fundacional, una cifra de origen colectivo. La manipulación de la escena, el gesto casi prestidigitador de Segura, representa el quiebre del asiento imaginario de la ciudad, el estropicio del fundamento. Por un momento, el espectador siente la pérdida del sostén habitual, la vacilación del principio. Quizá, una vez desmontado el simulacro quede el lugar vagamente señalado por la breve percepción de su contingencia.

Los montajes levantados por Alejandro Almanza Pereda se proponen, programáticamente, “crear en los espectadores una tensión inquietante”. Esta decisión le lleva a trabajar situaciones de ambigua inseguridad mediante la exposición de objetos y muebles cuya incongruencia y vacilación formal crean climas inciertos, sugieren riesgos y promueven actitudes de alerta. Nuestra cultura se encuentra cada vez más amenazada por la violencia de la historia y los desastres naturales. Pero también se halla progresivamente asustada por el catastrofismo mediático, aun presentado en clave de espectáculo. Y, de manera simultánea, nuestra experiencia cultural se encuentra intimidada por las nuevas políticas defensivas a nivel mundo: por la figura de crisis de seguridad hegemónicamente promovida. Almanza Pereda refleja esa situación general de aprensión y sospecha no explicitando lo que en el objeto amedrenta, sino marcando lo que en él se oculta. La angustia es provocada por la inminencia de lo que no se encuentra.

Liliana Porter llama dislocaciones[11] a los choques imprevistos entre sistemas de significación. Estas torceduras del lenguaje (esos desquicios del tiempo) marcan, como ya queda sostenido, puntadas críticas, capaces de alterar/enriquecer la economía de la significación. Liliana Porter tiñe de sospechas el gesto más inocente: sus relatos de figuras pequeñas, encantadoras, dejan entrever el brillo esquivo de sus propios filos: la proximidad del lado paralelo, oscuro, que enturbia con sus señales la calma de la escena iluminada. Por un momento las formas delicadas o demasiado banales revelan su estatuto de puro semblante, el momento siniestro que acecha en lo más cercano.

Ante un mundo atiborrado de imágenes quedan dos recursos: despejar el espacio hasta el límite del vacío o disputar las colmadas superficies de inscripción saturándolas con otras figuras. La primera estrategia opta por el camino de la ausencia; la segunda, la empleada por Ricardo Lanzarini, elige la vía del exceso, la que busca sobreinscribir una verdad sepultada por demasiadas representaciones, sofocada por una memoria que no deja tregua. Lanzarini dibuja en los muros reconstruyendo las estrategias de la imaginería publicitaria y mediática, pero lo hace forzándolas a una radicalidad que ellas no pueden alcanzar sin comprometer la misión de la mercancía. Extremar la acción de las imágenes remite a un fuera del límite de la representación; por eso el artista dice “Nada era visto como realmente era porque todo estaba detrás”. Pero detrás del muro no hay nada: puede que el artista se refiera al revés de los dibujos o que nombre la reserva de sentido que, fuera ya de la pared, guarda esa nada.

Luis Molina-Pantin también exagera, hasta el desquicio, imágenes de la sociedad del consumo. Pero, en su caso, lo siniestro del gesto tiene que ver con que esas imágenes desmedidas corresponden a fotografías de objetos reales; específicamente de arquitecturas o, más particularmente, casos de la llamada narco-arquitectura: las mansiones de los nuevos narcotraficantes o mafiosos colombianos durante los años 80 y 90. Lo desmedido tiene que ver no tanto con los tamaños de las construcciones cuanto con la jactancia de los recientes magnates, cuyas ínfulas hacen estallar las medidas convencionales del gusto y apelan a una sensibilidad delirante. De nuevo, la belleza convencional es puesta en crisis por nuevas estéticas cuyos excesos rebasan la medida y violentan el canon. Pero la crisis estética también traduce crisis ética: la exigencia de figurar el nuevo estatus social no sólo fuerza las formas de la representación, sino que trastorna los valores de su contenido.

Todas las obras mencionadas enfrentan aspectos diversos de una crisis entendida en el sentido más amplio descrito en este texto: como momento agudo de una situación que obliga a asumir posiciones extremas o bien como suceso o inminencia de un hecho que hace aparecer otros costados de la realidad; o, para usar de nuevo una figura de Shakespeare, que permite entrever la “espalda negra del tiempo”.

Así, los distintos artistas enfrentan la crisis no eludiendo sus desafíos ni confundiéndose con sus temas, sino abordándola, rodeándola, mediante movimientos diversos capaces de enfocarla desde perspectivas inusuales que permitan la anamorfosis -la aparición revelada mediante miradas torcidas- y que aseguren siempre un espacio de distancia 1. La guerra, el sinsentido cotidiano, la crisis de la economía, el medioambiente o la ética pública son trabajadas en el arte a través de su propia crisis: la de la representación, que pone en evidencia la imposibilidad de mostrar plenamente lo anunciado. En esa falta radica la mejor posibilidad de asegurar a la mirada un más allá de cualquier fenómeno, de cualquier hecho histórico.

 

Texto publicado en el catálogo de la 6ª Ventosul-Bienal de Curitiba, Brasil, 2011.

 

Notas

[1] Oliver Marchart. El pensamiento político posfundacional, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2009, p. 49.

[2] En Georges Didi-Huberman, Imágenes pese a todo, Memoria visual del Holocausto, Paidós, Barcelona, 2004.

[3] Georges Didi-Huberman, “Atlas. Inquieta gaya ciencia”, en catálogo de exposición Atlas ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, Museo Nacional Reina Sofía, 26 noviembre 2010-28 marzo 2011, p. 120.

[4] Íbid, pp. 123-126.

[5] Nelly Richard. “Arte, crisis y crítica” en Revista Trienal de Chile, Santiago de Chile, 15 de noviembre de 2009.

[6] En George Didi-Huberman, Cuando las imágenes toman posición. El ojo de la historia, 1. Edic. A. Machado Libros, Madrid, 2008, p. 19.

[7] Cit. por Connor, Steven, Cultura posmoderna. Introducción a las teorías de la contemporaneidad, Akal, Madrid, 1996, p. 142.

[8] En Georges Didi-Huberman, “Atlas. Inquieta gaya ciencia”, op. cit., pp. 149-150.

[9] En este punto, podría vincularse la obra de Fretes Roy con la de los grabadores del semanario Cabichuí, los soldados guerreros que, de manera autodidacta, ilustraban durante la citada guerra los periódicos editados en los frentes de combate. La obra de Fretes Roy incluida en la bienal trabaja esta imaginería.

[10] El guaraní, hablado por más del 80% de la población del Paraguay, es un idioma indígena que tiene en ese país rango oficial, juntamente con el castellano. Sin embargo, la diglosia producida por las asimetrías socioculturales y económicas determina que el guaraní tenga estatuto real de lengua minoritaria.

[11] En Alicia de Arteaga, “Matiné sin restricciones”, Diario La Nación, Buenos Aires, 30 de mayo de 2009.

[12] Didi-Huberman se refiere así a los desplazamientos que supone una posición móvil ante el objeto: “Ese movimiento es acercamiento tanto como separación: acercamiento con reserva, separación con deseo”. Cuando las imágenes toman posición, op. cit., p. 12.

 

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