Alban Martínez GueyraudAlban Martínez Gueyraud

Arte y ecología: una renovada relación

 

44° Congreso AICA, Asunción, Paraguay, 18.10.11

 

 

 

 

 

La modernidad que hemos conocido nos aniquila por su enorme cantidad de vacío,
por la espantosa secuencia de acontecimientos insensatos,
y sin embargo cotidianos y continuos, en la que se presenta.
Pero al mismo tiempo, esta dura conciencia libera en nosotros la potencia de la imaginación.
Toni Negri.
La vida imita el arte mucho más que el arte a la vida.
El gran artista inventa un tipo, que la vida intenta copiar.
La naturaleza es una creación nuestra.
Las cosas existen porque las vemos, y aquello que vemos y cómo lo vemos
depende de las artes que han ejercido su influencia en nosotros.
Oscar Wilde.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La mayor crisis de nuestra sociedad, y también de las ciudades contemporáneas, es, posiblemente, la que emana de la falta de diálogo entre el ser humano y la naturaleza. Nunca antes la humanidad había desarrollado un potencial tan intenso de transformación y destrucción de la naturaleza, ni se habían percibido de forma tan clara los límites de este planeta. Quizá por esto se ha globalizado también la preocupación por el medio ambiente y se ha fortalecido el compromiso ético con la sustentabilidad.

Es así que el fortalecimiento de la ecología como disciplina científica y la crisis ecológica global como acontecimiento histórico han contribuido a desacreditar el paradigma tecnológico de la moderna sociedad capitalista, reemplazándolo por un nuevo paradigma ecológico. Pero, sobre todo, han sido los nuevos movimientos sociales surgidos en los años sesenta y setenta del siglo XX los que han dado el impulso político e intelectual a este nuevo escenario sociocultural y ambiental[1].

El empuje del movimiento ecologista exigió a los partidos políticos tradicionales “reverdecerse”, y dio lugar, en los últimos tiempos, a diversas iniciativas internacionales[2]. Pero este “reverdecimiento” obliga a hacer algunas distinciones. Primeramente conviene distinguir entre el “ambientalismo”, que plantea una mera corrección de los excesos o efectos secundarios colaterales (vía impuestos y costes de producción), y el “ecologismo”, que propone una revolución pacífica pero radical que conduzca del actual crecimiento desmedido a un desarrollo sustentable, es decir, a una sociedad ecológica y solidaria[3]. Seguidamente, dentro del propio “ecologismo”, es oportuno diferenciar entre la “ecología profunda”, que defiende un cambio personal orientado al ecocentrismo (la naturaleza concebida como un orden eterno e inviolable al que hemos de someternos), y la “ecología política”, que promueve un cambio social orientado a un nuevo antropocentrismo (la supervivencia y el bienestar de la humanidad se hacen depender de la preservación de la biósfera terrestre).

El ecologismo político se ha propuesto evitar una falsa disyuntiva: o la continuación del moderno humanismo tecnológico, una especie de “antropolatría” que intenta mantener la idea prometeica del hombre como un soberano demiurgo, capaz de recrear la naturaleza a su antojo, o la vuelta al viejo naturalismo teológico, una suerte de “ecolatría” que pretende unir la ecología científica con las tradicionales religiones de salvación. Frente a esta falsa disyuntiva, el ecologismo político ha llevado a cabo una crítica histórico-política de la modernidad –capitalista y tecnocientífica–, y ha propuesto como alternativa una nueva forma de cosmopolitismo ecológico[4]. Esta situación nos demuestra que no son separables los medios y los fines, los conocimientos y los valores, la técnica y la ética, y pone en marcha una nueva forma de convivencia que estimula una auténtica “democracia cognitiva”, ya anticipada por Edgar Morin, de la que el arte debería ser partícipe con sus variadas contribuciones.

Es preciso, por tanto, que esa democracia epistemológica se dé por tres vías simultáneas: 1) promoviendo en los ciudadanos una cultura científica, sobre todo a través de la educación y los medios de comunicación; 2) promoviendo en los científicos una cultura política, un sentido de responsabilidad cívica; 3) promoviendo mecanismos institucionales de participación democrática, es decir, nuevas formas de encuentro, deliberación y acuerdo entre expertos y organizaciones ciudadanas, en todas las escalas de la vida social, en todos los temas relacionados con la política de investigación e innovación y en todos los campos de la cultura y el arte.

En este marco nos parece pertinente mencionar la trilogía del artista paraguayo Marcos Benítez, conformada por las instalaciones Hacer y deshacer la vida cotidiana (1999), elaborada a partir de botellas de vidrio y fotografías; Metamorfosis (2000), montaje con neumáticos recuperados por los recicladores, y S/T (2000), video VHS en blanco y negro, proyectado sobre bolsas de plastillera cosidas, que muestra escenas cotidianas de los recolectores de basura. Sobre estas piezas, Ticio Escobar señaló: “Marcos Benítez no registra la miseria de los basurales en cuanto posible insumo de un impacto publicitario: aunque lance al sesgo una mirada socialmente crítica, trabaja la plastillera como un material convertido diariamente en factor de sobrevivencia. Y la sobrevivencia humana, aunque fuera obligada a ocurrir sobre el fondo de la miseria y de la opresión, requiere siempre un gesto poético”[5]. Por ende, podríamos decir que aunque para algunos teóricos del conocimiento el arte no es, estrictamente hablando, conocimiento, puede proporcionar cierto pensamiento, crear valores y estimular la reflexión, al tiempo de representar una forma de simbolización y revelación del mundo[6].

. . .

En 1961, el cosmonauta ruso Yuri Gargarin[7], tras regresar del espacio, dijo que “la tierra es un hermoso planeta azul”. Después de esta declaración, el artista francés Yves Klein (1928-1962) se hizo retratar, astutamemte, por Harry Schunk (dentro de un fotomontaje), mirando un globo terráqueo totalmente pintado en azul[8], que parece levitar, desprendiéndose de sus soportes, gracias a su mirada. Una audaz y poderosa mirada del “artista de lo espiritual”, que ha denominado a toda esta construcción conceptual La tierra es azul. Esta fotografía pasa a sintetizar el discurso y la poética de la obra de Klein, ya que une la idea de vacío/inmaterialidad con su característico azul saturado y traslada esa fusión a la representación más corriente y conocida de nuestro planeta: la esfera terrestre.

El mismo año, el italiano Piero Manzoni (1933-1963), como “artista de lo material” y, por ende, con una argumentación paralela y contrapuesta a la de Klein –con quien mantenía, sin embargo, un cruzamiento artístico–, concibe también su obra más extrema titulada Zócalo del mundo. Esta obra consiste en un cubo de hierro que lleva grabada esa inscripción, pero puesta boca abajo, de manera tal que ese mínimo elemento, a modo de base o peana, pareciera soportar todo el planeta. Así, la tierra –y todo lo que en ella hay– pasaría a ser, gracias al ingenio de Manzoni, su obra artística material por excelencia, una suerte de megaescultura viviente.

Con estos gestos que se mueven entre imagen y concepción del mundo, Klein y Manzoni han promovido, premonitoriamente –y acaso sin pretenderlo–, nuevas maneras de plantear la conexión del arte con el mundo, proyectando sus planteamientos discursivos sobre el mismo. Maneras mayormente pensativas que abrirán las puertas para que algunos artistas posteriores puedan participar, a través de sus obras, de una vigorizada correspondencia con los diversos y cambiantes problemas que irá afrontando la naturaleza a partir de entonces.

Si bien la relación del arte con la naturaleza tampoco es reciente, puesto que nace con el arte mismo, la cuestión importante no es tanto establecer la genealogía de esta relación, sino más bien ver cómo el arte –y sobre todo el contemporáneo– podría resultar una vía sensible para cambiar nuestra percepción y relación con el ambiente que nos rodea. Edgar Morin afirmaba con rotundidad, a fines de los ochenta del siglo pasado, que “la ecología se delinea como la primera ciencia nueva, una ciencia entre el hombre y la naturaleza, capaz de poner en relación múltiples dimensiones, aisladas hasta este momento en campos disciplinares diversos”[9]. Al arte contemporáneo le correspondería, pues, un papel importante dentro del nuevo paradigma ecológico.

Y aquí podríamos recordar a dos pensadores. El primero, Arthur Schopenhauer, uno de los primeros en querer integrar la cultura oriental con la occidental, quien ya en el siglo XIX, y respecto a la cosa-en-sí kantiana, atribuía al arte la facultad de establecer una relación más directa y esencial con entidades inaccesibles al pensamiento racional o realista. El segundo, Nelson Goodman, filósofo estadounidense fallecido en 1998, quien afirmaba que los mundos que construye el arte, si bien pueden considerarse imaginarios, son, al mismo tiempo, reales. Y aquel inabarcable “real”[10] que muchas disciplinas tratarían por separado, podría ser abordado integralmente por el arte contemporáneo.

En este contexto podemos citar algunas obras del artista catalán Jaime Pitarch. Mediante sencillas intervenciones, Pitarch transforma objetos y rituales de trabajo mundanos en instrumentos para una reflexión crítica. Con frecuencia su obra consiste en acciones obstinadas que conducen a resultados aparentemente absurdos, improductivos, invisibles o inimaginables. Sin embargo, este aparente absurdo cuestiona las relaciones identitarias, socializadoras y de conducta entre el ser humano y el mundo. La serie Pangea, por ejemplo –con la que trabaja desde el 2003–, ha sido realizada a partir de mapas que el artista manda a diferentes sucursales de bancos para ser fragmentados en las máquinas destructoras de documentos. Con las tiras de papel resultantes teje nuevas cartografías replicando, en su entramado, el sistema de producción manual (telares artesanales), propio de países con economía “en vías de desarrollo”. Así, cada nuevo mapa nos muestra una superficie fragmentada, un estrenado paisaje constituido por pequeñas partículas semejantes al píxel en el cual ya no es posible reconocer el viejo orden establecido. Otra serie contundente es Chernobyl, realizada en 2008. Pitarch ensaya una nueva representación de la muñeca tradicional rusa después del accidente nuclear: una matrioshka mutante que ha integrado los efectos de la radiactividad.

Ahora bien, resulta necesario recordar que el desarrollo del arte occidental se halla muy ligado a la ciudad, y hasta puede ser considerado una consecuencia directa de sus procesos de crecimiento y urbanización –correspondencia reconocida ya por Platón y que posteriormente fuera estudiada por teóricos diversos–. Para los creadores, las ciudades conjugan, al mismo tiempo, la más rica fuente de inspiración y el máximo exponente de nuestras contradicciones. Actualmente, más de la mitad de la población del planeta vive en áreas urbanas. En las ciudades se concentran población y actividad, producción y consumo, como lo demuestran los fabulosos encuadres del fotógrafo alemán Andreas Gursky. Las ciudades del siglo XXI necesitan más que nunca la innovación y la creatividad para diseñar su futuro. Por un lado, la dispersión, la polución y el caos son ya una advertencia (su huella se verifica en el consumo energético y en el incremento del efecto invernadero). Por otro, el impacto de las nuevas tecnologías. Hasta hace poco, la vivienda, la fábrica, la oficina, los comercios, la universidad, las galerías de arte y los museos tenían fronteras claramente definidas; hoy la revolución digital está transformando los flujos y los nodos de nuestro territorio y permite pensar la sociedad de forma más intensa y más permeable.

Las ciudades –en las que encuentran mayor espacio y producción las expresiones artísticas– parecen una amenaza para el medio natural, pero constituyen también importantes expresiones del desarrollo humano, en las cuales se podría encontrar las soluciones viables a los problemas existentes. La heterogeneidad característica de toda sociedad urbana hace de la vida en las ciudades un colosal caleidoscopio donde es imposible encontrar zonas completamente cerradas, como tampoco configuraciones socioculturales fijas. Este rico y complejo escenario ha propiciado el surgimiento de planteos artísticos de carácter activista en favor de la ecología; por ejemplo, el proyecto Loop de Roman Ondák, presentado en el Pabellón Checo-Eslovaco de la Bienal de Venecia en 2009. El artista dejó entrar el jardín externo dentro del espacio expositivo, creando una continuidad entre el afuera y el adentro, un continuum amorfo que se reterritorializa en el espacio de representación. Era una intervención bucólica y, al mismo tiempo, una posición precisa con respecto a la función de los pabellones y de las representaciones nacionales.

Otros tres ejemplos significativos. El primero: las acciones, ponencias y movilizaciones realizadas en varias ciudades por el colectivo artístico Fallen Fruit, radicado en Los Ángeles (EE.UU.) y conformado por David Burns, Matias Viegener y Austin Young. Utilizando la fruta como referencia principal, Fallen Fruit indaga sobre el espacio urbano y las posibles formas de crear comunidad y ciudadanía. El segundo: la intervención urbana de Paule Kingleuer realizada recientemente en un barrio de París, en colaboración con Paris Label, organización de arte urbano y ecológico. La obra, titulada Potogreen, consistió en un montaje comunitario de flores y vegetales en los postes antiestacionamiento de algunas aceras del barrio. El tercero: el inglés Richard T. Walker, quien, con una fuerte referencia hacia los períodos románticos europeo y americano, cuestiona cómo percibimos la naturaleza y cómo imaginamos que la naturaleza nos percibe. Utiliza escritos, música, performances, fotos y videos para facilitar el análisis contemplativo. La obra origina un diálogo continuo que desafía nuestras percepciones sobre el paisaje y la naturaleza, haciendo que nos preguntemos sobre el modo en que nos relacionamos con el ambiente contemporáneo y, consecuentemente, con nosotros mismos y el entorno.

Existen muchas interpretaciones sobre la correspondencia arte/ecología. Algunos autores proponen un concepto radical de “arte sustentable” tanto social, psicológica, filosófica como políticamente. Este es el caso de Maja y Reuben Fowkes, ambos críticos y curadores, de origen croata y británico respectivamente, que viven y trabajan en Budapest. Otros autores prefieren hablar de “artes de la sustentabilidad”, como Sacha Kagan, investigador y ensayista alemán. Están también los que conciben la práctica artística como fuerte compromiso ambiental, que se manifiesta tanto en el uso de materiales reciclados y/o de desechos, como en la logística, el montaje y las repercusiones de las muestras y ferias de arte. Hay, por otra parte, quienes hablan de “trabajos artísticos que nos inspiran a pensar en sustentabilidad”. Otros, en cambio, creen que cualquier obra reflexiva contribuiría a la sustentabilidad. Y, en contrapartida, están los que piensan que el arte debe ser libre. El arte contemporáneo ya no es una apariencia para engañar. Es una apariencia liberadora.

Resulta pertinente rememorar que la sustentabilidad ecológica es una variable dependiente de la sustentabilidad socioeconómica y cultural. En este apartado podemos mencionar al artista mexicano Damián Ortega, quien en algunos trabajos retrata la sociedad capitalista y sus repercusiones. El humor incisivo y la crítica social urden toda la práctica artística de Ortega. Esto es evidente en la torre de barriles de petróleo rotantes de la instalación Movimiento en falso, estabilidad y crecimiento económico (2004), que alude al desequilibrio producido por la dependencia de la economía mexicana (y la de otros varios países) del petróleo. Asimismo, en casi todos sus planteamientos creativos hace uso de objetos cotidianos que él mismo desmantela y reconfigura en estructuras inusitadas y lúdicas. Por ejemplo, la instalación urbana Spirit and Matter (2004), construida a partir de materiales reciclados y que apunta no sólo a espacios semihabitables y a la arquitectura informal de las grandes ciudades latinoamericanas, sino también a la esponjosidad entre el espacio público y el privado, a la supervivencia de los recicladores de basura y a que el “entorno” en el que habitan los seres humanos no es la naturaleza ni la cultura, sino un medio híbrido. Esta obra de Ortega revela, paralelamente, que la relación de los seres humanos con el mundo que les rodea no tiene lugar de forma directa e inmediata, sino de forma indirecta o mediata, a través de esas dos grandes mediaciones constitutivas de la experiencia humana que son el lenguaje y la técnica, es decir, los códigos de comunicación y los procesos de conocimiento, manipulación y transformación del medio físico y de los otros seres vivos.

Para el hombre antiguo el mundo era la obra de arte más sublime, fruto de un poder creador divino. El artista se esforzaba por imitar esa obra y, según se alejaba de ese patrón, perdía inspiración. Hoy el artista está solo, sin referencias, y se podría pensar que su mayor conflicto es, quizá, su separación de la naturaleza. La tierra aparece enferma, de valores y de salud, a causa de su habitante más “inteligente”. Aquí, podemos mencionar los trabajos de Damien Hirst en torno a la enfermedad y la muerte, que reflejan el estado doliente del hombre contemporáneo. Sus series Cuadros con medicamentos y Anaqueles de medicina, nos recuerdan la fenomenología de la adicción o lo que se ha dado en llamar la «experiencia secuestrada»; esto es, el modo en que los psicotrópicos –y fármacos en general– se presentan como un modo de suplir la ausencia de experiencias existenciales genuinas y gratificantes, tal como lo concibe Peter Sloterdijk en su libro Extrañamiento del mundo[11]. Pero ese hombre vulnerable no es tan diferente de los animales ni de los otros seres, por lo que el paradigma ecológico ha puesto en marcha una “política de la cohabitabilidad”, al decir de Sloterdijk, que implica una múltiple solidaridad: entre los pueblos, entre las distintas generaciones, entre los humanos y el resto de los seres de la Tierra. En este contexto, podemos decir que el nacimiento de un nuevo arte no se realiza, en cierta manera, sin dolor, tormento ni contradicciones. Experimentamos impotencia ante una realidad desnaturalizada e incomprensible, sometida a las reglas del mercado. Nos sentimos incapaces de hacer frente a un mundo dominado por un saber tecnocientífico (como ya lo advertía Heidegger), guiado por la razón utilitaria y supeditado al control de la información y el poder de las imágenes.

Con reflexiones como ésta tenemos la sensación de habernos dejado doblegar por una realidad alienante de la que, aparentemente, somos incapaces de escapar. Sin embargo, precisamente de esa angustia debe originarse el sentimiento que libere nuestra imaginación. Toni Negri nos dice: “El sentido de lo sublime no puede ser impotente; al contrario, nos arranca de la impotencia. Reconociendo como humana esa realidad absolutamente humana en la que estamos inmersos, podemos filtrar con la imaginación la indeterminación absoluta de lo existente”[12]. Si estuviéramos de acuerdo con Negri, nuestra imaginación, estimulada por el sentimiento de lo sublime, nos permitirá ofrecer una respuesta a la incomprensibilidad de la realidad contemporánea o rastrear una explicación ante la imposibilidad de enfrentarla en algunas de sus situaciones.

En este contexto podemos mencionar la performance Área protegida (2007) de la artista paraguaya Mónica González, realizada mediante sombrillas intervenidas por la propia artista con tul verde a modo de microambiente individual cubierto. Esta obra –que también tendrá derivaciones objetuales y audiovisuales– surgió en un momento en que todo el Paraguay vivía consternado por una tenaz epidemia de dengue, originada por la picadura de un mosquito (Aedes aegypti). Así, su “área protegida” sobrepasa el medio ambiente e incluye a uno mismo como área a salvaguardar de los diferentes insectos que están arremetiendo actualmente contra el ser humano, quizá, como resultante de su propio maltrato al ecosistema.

Sublime, efectivamente, es la capacidad de resistir ante las potencias y circunstancias que nos desbordan. Y esta resistencia, a través de la creación, puede adquirir, sin lugar a dudas, una dimensión política y educativa. Pero esa moda de “ser un ejemplo de sostenibilidad” tiene sus inconvenientes y puede representar algo engañoso, ya que, como señalan Maja y Reuben Fowkes, “el capitalismo, escondido en su nuevo disfraz de verde, ha demostrado, una vez más, su extraordinaria capacidad para absorber las ideas y la energía de sus oponentes, que ya han sido alistados para contribuir a la creación de nuevos mercados para los productos ecológicos y lucrativas eficiencias económicas”[13].

Si bien la inquietud de algunos artistas contemporáneos por la ecología y la sustentabilidad ya no parecería una actitud valiente, sino más bien una suerte de esnobismo, también es cierto que la función social y reflexiva del arte contemporáneo –como lo replantean la teoría y la crítica más recientes– se encuentra en un devenir evolutivo: experimentando la libertad de soñar futuros razonables, ensayando renovados planteamientos creativos y favoreciendo desarrollos comunitarios y participativos.

Pensamos que el arte no es un accesorio del que se puede prescindir. Es un elemento esencial de la vida. No se trata sólo de buscar contenido ecológico en la obra artística, sino de encontrar una actitud vital. Ese rol del arte es como un pacto de amistad con el mundo. Nuestra civilización se vuelve más humana. No sacrificaríamos nuestra vida al arte; al contrario, la sublimaríamos gracias a él. Esta nueva correspondencia “arte/vida/realidad” se da en el caso del artista paraguayo Ángel Yegros. En este contexto podemos mencionar su exposición titulada Tekoha [Time is out], presentada en el Centro Cultural de España Juan de Salazar de Asunción (octubre/noviembre 2010), de la cual fui curador. Las obras que componen Tekoha construyen espacios simbólicos a lo largo de su recorrido: recintos–moradas del Ser– que materializan la complejidad del hábitat interior en el cual se desarrolla la actividad del pensamiento, la introspección, el sentir y la memoria. Tekoha es un término guaraní que implica la estancia del Ser, el lugar donde estamos y podemos ser lo que somos; una construcción ideológica diferente a la de la tierra entendida como medio de producción económica y mera existencia. El Tekoha representa el sistema ambiental, sociopolítico y cultural en el que se dan las circunstancias de “posibilidad del modo de ser guaraní”. Esta concepción es verificable en la vida y el trabajo de Ángel Yegros y se revela como hilo conductor de su obra. Para Yegros, el arte es una práctica vital, como se manifiesta en las expresiones de la cultura guaraní o en las formas del Zen. Asimismo, el artista sabe que nada es perfecto en la naturaleza, al menos en el sentido geométrico-euclidiano en que concibe Occidente. Nada es permanente porque todo está en proceso. Y nada es completo porque la completitud tampoco existe en la naturaleza, es sólo una abstracción.

¿Pueden obras como ésta contribuir a un giro que nos aleje del antropocentrismo y del “progreso” insensato? Al arte le correspondería profundizar sobre los alcances que la ecología puede tener en territorios más vastos, abordando las esferas ambiental, social y mental; acompañando las ideas de Guattari –en Las tres ecologías[14]– para hacer patente la conexión e interdependencia de todo lo que nos rodea y conforma. No se trata, por tanto, de realizar el encomio de una obra de contenido puramente ecológico en todos sus planteamientos, sino de evidenciar la producción crítica y artística que dialoga con los principios y los valores del ecosistema.

 

Notas:

1. En un primer momento la crisis ambiental fue observada desde una perspectiva “neomalthusiana”, según la cual el crecimiento físico y demográfico conduciría, si no se aceptaba la imposición de ciertos límites, al agotamiento de los recursos. Al respecto, uno de los principales ejemplos lo constituye el siguiente informe: D. H. Meadows, D. L. Meadows, J. Randers, W. W. Behrens III. The Limits to Growth, New York: Universe Books, 1972; versión en español, Los límites del crecimiento, México: Fondo de Cultura Económica, 1972. Sin embargo, pronto será la perspectiva ecológica la que ofrecerá un marco de referencia más preciso, cuando trabajos como los de R. Carson (Silent Spring, Boston: Houghton Mifflin Co., 1962) y B. Commoner (The Closing Circle, New York: Knopf, 1971) explican que la crisis ambiental es consecuencia del modelo de desarrollo existente.

2. Como las conocidas “cumbres” y conferencias mundiales.

3. En estos cambios van a ser significativas las influencias de algunos filósofos como Edgar Morin y Arne Naess, o de científicos como Ilya Prigogine (con su planteamiento de las estructuras disipativas) y James Lovelock (con su notable teoría de Gaia). Paralelamente, estas ideas tuvieron sus proyecciones en ciertas manifestaciones artísticas conceptuales, así como en expresiones de Land Art y arte de acción (perfomances).

4. Este nuevo cosmopolitismo ecológico se encuentra analizado por Antonio Campillo en Adiós al Progreso. Una meditación sobre la Historia. Barcelona: Anagrama, 1985. Este autor plantea una nueva filosofía de la historia y del sujeto que ya no pone en juego la idea de progreso, sino la de variación. Sería, pues, la idea de variación la que permita identificar una forma posmoderna de pensamiento. Pero, si esto es así, el pensamiento posmoderno tendrá que pensarse a sí mismo como una variación –no ya como un progreso o una superación– del pensamiento moderno. Desde 1985, Campillo se ha dedicado a desarrollar esta «filosofía de la variación», tomando como horizonte de su reflexión el actual proceso de globalización de todas las relaciones sociales y de todas las interacciones ecológicas entre la especie humana y la biósfera terrestre.

5. Ticio Escobar, texto de presentación de muestra de Marcos Benítez, Asunción, 2001.

6. En ese sentido fue Heidegger, quizá, quien planteó la posibilidad del arte como medio de conocimiento: “La obra, en tanto que obra, levanta un mundo”. Cfr. Martín Heidegger. “El origen de la obra de arte”, en Caminos de bosque, Madrid: Alianza Editorial, 1995.

7. El primero en viajar al espacio a bordo del Vostok 1.

8. El IKB (International Klein Blue), patentado por el artista. Según el mismo, es el color de la espiritualidad, y lo impregna casi todo.

9. Edgar Morin. “L’Écologie généralisée”, en La Méthode, 1988.

10. Desde el punto de vista lacaniano.

11. Peter Sloterdijk. Extrañamiento del mundo, Valencia: Pretextos, 1998.

12. Toni Negri. Arte y multitud. Ocho cartas, Madrid: Trotta, 2000.

13. Maja y Reuben Fowkes. “Recuperar la felicidad: El arte y la ecología sin límites”, en Revista Artecontexto, No 27, 2010.

14. Félix Guattari. Las tres ecologías, Valencia: Pretextos, 1990.

 

© Alban Martínez Gueyraud

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