Lucio Aquino: El retorno del gallo azul
ADRIANA ALMADA

Siempre encontraremos la misma historia que,

transformándose continuamente,

permanece maravillosamente inmutable.

Joseph Campbell

 

 

 

Cada espacio necesita un tiempo. Y cada tiempo necesita un mito. El mito del retorno es y ha sido la obsesión humana. La espera: un infierno a veces teñido de elegancia, otras, desnudo de invalidez. El mito nos renueva, a condición, claro, de vivificarlo. Es así que cada pueblo o individuo, era o instante, proceden a la repetición obsesiva del gesto que revive el mito.

El gesto humano dibuja la vida, dibuja la historia. Convoca, solicita, seduce, repudia. El gesto inscribe y suprime a la vez, graba y hasta disuelve el recuerdo. Pero es el recuerdo, tenaz, el que trae a mis días la figura de un Lucio Aquino pleno de gestos audaces e irreverentes, un Lucio de cuerpo de pantera y adusta gracia. Es el Lucio de las grandes hojas, de perfiles vacuos y árboles en lejanía, de un tono melancólico flotando sobre los seres y las aguas. No me cuesta mucho vincularlo con este Lucio, delgado y entrecano, cuyos trazos evocan un paisaje acaso desencantado, hecho de historias apenas vislumbradas, historias íntimas, historias resguardadas.

Lucio Aquino va y vuelve. Lo veo emerger, con dignidad, de las profundas oscuridades de la existencia, envuelto en un halo de sabiduría nacida del viaje reiterado de la exaltación a la tristeza. Ya no me sorprenden sus figuras iniciáticas puestas a la vera del camino, ni esos ángeles extraviados que exhiben su turbación con candidez o descaro. Ni la barca, esa barca impenitente que cruza las aguas, ni el barquero, el navegante, ese fantasma infinito que sobrevive a fiestas y tragedias. Sin embargo, me conmueven siempre, como los ingredientes ineludibles de un ritual esculpido en el tiempo y que en el tiempo se proyecta.

 

 

Al momento de encarar esta muestra, decir jam session fue suficiente. Sólo así fue posible conectar las expectativas de Lucio con mi necesidad de avanzar por entre los velos de sus imágenes conocidas hasta llegar al sitio donde se precipitan las intuiciones, al lugar de la reflexión y el presentimiento, al hueco ausente de la memoria. Encontré la respuesta en el gesto mínimo, como si toda su obra estuviera condensada en la sutil marca del carbón sobre cualquier superficie, reptando, ágilmente, como el agua recién liberada o el deseo infatigable de un ofidio. Con mayor o menor parsimonia, como una brisa cansada, la mano de Lucio despeina atardeceres sobre la fragilidad del día, arrincona emociones y luego las distiende, las desborda, las derrama sobre el muro.

La precariedad del montaje, su equilibrio inestable, su discreta invitación al recorrido, responden al carácter mismo de la obra. Sin artificios, justo antes de adaptarse al soporte convencional que intenta colocarlas en el mercado, estas notas temperamentales, desvaídas, reforzadas en sus puntos clave, sobreactuadas en otros, se propagan con su clima de paraíso perdido, de ejercicio obstinado por recuperarlo. Porque no sólo hay que sobrevivir al dolor, sino también al placer. Y esto último es más difícil. Es como sobrevivir al amor. O a la felicidad. Hay que consolarse en la huella, impregnarse de ella para arrancarla a su destino fatal: el olvido. Cual larva adolescente, esta obra de Lucio promete desplegar alas y desaparecer, dulcemente, en el tumulto del mundo.

 

 

[ Postscript: 11/03/06, 14.30 hs ] Vamos quedando solos, Lucio y yo. Desde este ángulo, frente a uno de los vacíos comunicantes de la sala, no lo veo. Sé que está allí, adivino su sombra larga y displicente. Se mueve. Se sienta a un costado. No entiende mi fascinación por los bordes, por la vulnerabilidad de estos “sudarios” que exhiben las cicatrices del ánimo.

Lo miro proceder despacio: un sol, un pájaro, una luna. Cada cosa es cada cosa en la cabeza de cada quien, dice. O de todos por igual. Refugiado en el follaje insomne del trópico, en el olor a fruta y el calor de la siesta, Lucio alimenta de memoria su mito personal: hay que aprender a manejar la vida como se gobierna un kayak en medio del río, un kayak que, llegado a destino, ofrece como emblema inconfundible un gallo azul.

El tiempo se deshace en lluvia y el tan esperado gallo azul escamotea su presencia. Sólo se insinúa, plumas de seda, dibujado sobre el muro, provocador en su evanescencia.

 

 

* Texto publicado en el catálogo de la muestra El retorno del gallo azul, de Lucio Aquino, curada por Adriana Almada, Centro Cultural de España Juan de Salazar, octubre 2006. Todas las imágenes corresponden a la mencionada exposición, una de las últimas del artista, quien falleció en setiembre de 2009.

 

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